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Judge/magistrate from Barcelona
En los interrogatorios de los testigos del
juicio del 1-O se están imponiendo unas elevadas restricciones a las
preguntas que pueden realizar las partes que no los han propuesto:
únicamente pueden formular preguntas sobre los mismos hechos por los que
previamente haya preguntado la parte que sí ha propuesto al testigo. Si no hay
esta conexión, no se admite la pregunta.
No me consta que este criterio se aplique
habitualmente, en la práctica, en los juicios penales. No puede negarse que
dispone de un posible fundamento o previsión legal, el art. 708 de la Ley de
enjuiciamiento criminal (LECrim), según el cual la parte que haya propuesto al
testigo podrá hacerle las preguntas que tenga por conveniente y las
demás partes podrán dirigirle también las preguntas que sean pertinentes en
vista de sus contestaciones.
El fundamento de esta limitación es, según
el TS, la necesidad de preservar el principio de contradicción:
no se preservaría si una parte que no ha propuesto al testigo puede dirigirle
preguntas sobre hechos por los que previamente no le ha preguntado la parte que
sí lo ha propuesto.
Pues bien, lo primero que habría que hacer
es plantearse si del artículo indicado se desprende literal y expresamente esta
limitación: ¿significa la expresión “preguntas que sean pertinentes en vista de
las contestaciones a las preguntas de la parte proponente” que deba limitarse el
derecho de defensa de la parte no proponente en los términos sostenidos por el
TS?
Desde un punto de vista
literal, no parece este el caso. “En vista de” no significa
“exclusivamente a la luz de”. Podría reflejar meramente una
sucesión cronológica, puesto que primero pregunta la parte
proponente y después la no proponente. Por ejemplo, si se repite una pregunta,
podrá declararse impertinente “a la vista” de la respuesta anterior. O si una
respuesta ha sido imprecisa, podrá reputarse pertinente una nueva pregunta “a la
vista” de que aborda el mismo hecho con más detalle. Ya no es tan evidente, por
el contrario, que del artículo se desprenda la prohibición, sin más, y en todo
caso, de que la parte no proponente pueda efectuar preguntas sobre hechos
distintos. Por último, hay que advertir que el artículo no se refiere, como
factor delimitador, a las preguntas de la parte proponente, sino a las
contestaciones del testigo a las preguntas. Así, en caso de que la parte
proponente articule una pregunta sobre un hecho A y la contestación se refiera a
los hechos A, B y C (lo que sucede con más frecuencia de lo que se cree),
entonces, incluso aceptando como válida la tesis del TS, la parte no proponente
podrá realizar (debería poder realizar) preguntas sobre los hechos A, B y C y no
solo sobre el hecho A.
De todos modos, deberíamos preguntarnos si
el principio de contradicción no implica, meramente, el hecho de que cualquier
testigo que haya sido propuesto y admitido tiene que poder ser preguntado por
todas las partes, sin más restricciones en las potenciales preguntas que la
exigencia de que las mismas sean relevantes para la constatación de si
determinados hechos (que pudieran ser constitutivos de delito) ocurrieron, o no,
en la realidad. O, en otro caso, para la determinación de la
credibilidad del testigo. Este segundo supuesto es especialmente
relevante para la cuestión que se está analizando, puesto que para poder
detectar una contradicción, un interés, una falta de objetividad o un prejuicio
de un testigo, puede ser necesario preguntarle sobre un hecho
colateral o incluso sin relación con los hechos por los que ha
preguntado la parte proponente.
Relacionada en parte con la problemática
que se está analizando, debe añadirse, por otro lado, la negativa por
parte del tribunal (desde un determinado momento del juicio, puesto que
inicialmente se permitió) de exhibir los vídeos o documentos en el curso
de la práctica de las testificales. Esta negativa se explicaría, según
el TS, porque los vídeos ya se proyectarán más adelante (es de suponer que al
cabo de unos meses) y que será el tribunal el que, al dictar sentencia, podrá
inferir las consecuencias que se deriven del contraste de la testifical con el
vídeo. Emerge, ello no obstante, una importante problemática: el momento
adecuado, o más idóneo, para poner de manifiesto una eventual falta de
objetividad (o de veracidad) de un testigo es precisamente durante su
declaración en juicio. Además, en una causa penal como la presente, en la que se
da la circunstancia (no habitual) de que muchos de los hechos objeto de
acusación han sido grabados, no parece que haya un mecanismo más adecuado que la
exhibición de los mismos al testigo, no en todo caso, lógicamente, sino cuando
una parte detecte una posible contradicción o inconsistencia. A partir de ello
el testigo podrá mantener, o no, su declaración previa, matizarla o admitir que
lo que vio fue distinto a lo grabado.
Es evidente, en cualquier caso, que no es
lo mismo que sea el propio testigo quien, tras visionar el video, se
automatice a que tenga que ser el propio tribunal el que, al
dictar sentencia, obtenga las inferencias oportunas: en el primer caso
es la misma fuente de prueba la que modifica o matiza dinámicamente su
propia declaración, mientras que en el segundo caso es un estricto
proceso subjetivo de valoración de la prueba, de más difícil control
(y en este caso sin posibilidad de recurso ordinario, es decir, sin
segunda instancia). Precisamente por esta trascendental diferencia no elimina el
problema (más bien lo agrava) el hecho de que el tribunal intente tranquilizar a
las defensas trasladándoles que sus miembros ya efectuarán el contraste en
sentencia.
Con ello vemos que la limitación
de las preguntas que se pueden realizar y la negativa a exhibir los vídeos a los
testigos genera un efecto acumulado con clara incidencia en el derecho de
defensa. Dificulta, de modo específico, el debido análisis de la
credibilidad de los testigos que posteriormente serán valorados en sentencia.
Esta situación se agrava cuando un testigo es preguntado por la parte
proponente sobre un hecho distinto a aquel que dicha parte había aportado
inicialmente para justificar su pertinencia o relevancia. Más aún
cuando, además, ese hecho nuevo se refiere a la confección de un
atestado en el que no consta expresamente la intervención del testigo (su
identificación profesional) y, a pesar de ello, no se permite la exhibición del
documento para constatar, al menos, si se recogió su firma en una toma de
manifestaciones. Este tipo de situaciones procesales en las que puede
encontrarse la parte que no ha propuesto al testigo no puede sino calificarse de
embudo probatorio.
Sin perjuicio de que las cuestiones
expuestas son debatibles y que, qué duda cabe, las valoraciones de un juez civil
no sean probablemente las más contrastadas o fiables, intentaré reforzar el
planteamiento propuesto exponiendo su reducción al
absurdo:
-
El tribunal admite que los hechos aportados inicialmente por la parte proponente para justificar la pertinencia del testigo no limitan los hechos sobre los que esta parte puede preguntarle. Sería una manifestación de la concreción dinámica del juicio de pertinencia.
-
Al mismo tiempo, no permite a la parte no proponente realizar preguntas sobre hechos por los que no haya preguntado la parte proponente.
-
Imaginemos que a lo largo de un juicio con 500 testigos, a raíz de lo manifestado por uno de ellos, se pone de manifiesto que otro testigo que tiene que declarar posteriormente sobre otros hechos puede aportar luz sobre lo que declaró el primero (por ejemplo, el testigo A ha dicho que el testigo B estuvo presente en el hecho C).
-
Pues bien, con las premisas expuestas, la parte proponente tendrá, de facto, un control probablemente excesivo (un cuasi monopolio) sobre la concreción dinámica del juicio de pertinencia, a pesar de tratarse de una atribución estrictamente jurisdiccional: si lo considera oportuno, esta parte podrá preguntar al testigo B sobre el hecho C, aunque este hecho no se hubiese referido en la proposición inicial de prueba. Al mismo tiempo, si no le interesa (para su tesis acusatoria o de descargo) lo que pueda manifestar el testigo B sobre el hecho C, podrá no preguntarle sobre el mismo y bloquear, de este modo, a las demás partes no proponentes la posibilidad de preguntar sobre el hecho C al testigo B “en vista”, por ejemplo, de las imprecisiones o dudas generadas por el testigo A.
-
La única vía que quedaría abierta sería que el tribunal mismo hiciera uso de la facultad que prevé el mismo art. 708 LECrim de dirigir al testigo una pregunta, pero se trata de una facultad excepcional que debe tener por finalidad “depurar los hechos sobre los que declare” el testigo, y precisamente la hipótesis que estamos analizando se refiere a un hecho (el C) sobre el cual el testigo B no habría llegado a declarar, lo que inhabilitaría (o debería inhabilitar) la intervención del tribunal.
-
No es necesario añadir que, partiendo del principio de presunción de inocencia y de que es la acusación la que debe probar la comisión del delito, el planteamiento descrito favorece (no en su aplicación práctica, sino en abstracto y tendencialmente, por su propia configuración) la posición acusatoria. La dota de instrumentos más reforzados. Obliga a la defensa a adoptar una actitud más activa en la proposición de prueba, con el inconveniente añadido de que, tal vez, al tiempo de proponer la prueba, se desconocían los criterios interpretativos sobre el art. 708 LECrim que iban a aplicarse durante el juicio, especialmente si tenemos en cuenta que, parece ser, no son los habitualmente seguidos en los juicios penales.
Vemos, en definitiva, y por último, que
varias cuestiones polémicas en cuanto a la práctica de la prueba emergen de la
interpretación que se de al artículo 708 LECrim. Es por ello que tal vez sea de
interés tener presente su fecha de promulgación: tras consultar la «Gaceta de
Madrid» núm. 260, de 17 de septiembre de 1882, he constatado que el
redactado actual de este artículo es el mismo desde 1882, es decir, tiene 136
años. Para situarnos en lo remoto del contexto histórico, social o
político del que estamos hablando, en ese año se produjeron hechos tales como,
en Estados Unidos, el asesinato de Jesse James, el bandido más famoso
del Oeste, tras 16 años de persecución; en Berlín, Ernst Werner von
Siemens probó el elektromote, el antecesor del trolebús (no he tenido tiempo de
comprobar si con éxito o no); por su parte, Alemania, Austria e Italia formaron
la Triple Alianza contra Francia; en Bayreuth (Alemania) se
estrenó la ópera Parsifal de Wagner; en Nueva York se inauguró
la primera red de iluminación eléctrica; o, por último, nació el príncipe
Guillermo de Prusia.
Precisamente por ello podría ser
conveniente acudir al art. 3.1 del Código civil (aprobado en 1974 y aplicable a
todas las ramas del derecho), según el cual las normas deben interpretarse según
el contexto y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas. También
habría que preguntarse sobre la conveniencia de que la interpretación de todas
las normas sea conforme y consistente con el texto constitucional aprobado en
1978 (y que reconoce, en su art. 24, el derecho fundamental de defensa) o con
los Tratados Internacionales suscritos por España sobre la materia. Tal vez
habría que dar preferencia a un pleno reconocimiento del derecho de defensa
(especialmente el de las defensas en una causa penal en la que la acusación
pública solicita hasta 25 años de prisión) por encima de una concepción
exacerbada del principio de contradicción. Quizá habría que optar por una mirada
proyectada más hacia el futuro y no anclada en los tiempos de la Triple Alianza
(y con ello no me refiero a la tripleta acusatoria, sino al hecho
histórico).
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